El yogurt y la rosa
Hay recuerdos que nunca nos abandonan, ya sea por las personas que los involucran, por las risas que despiertan o porque esconden entre el amasijo de las palabras, momentos agradables de nuestra vida.
¿Qué puede tener
de sentimental un pote de yogur? Se preguntan los lectores, pastoso, blancuzco,
semilíquido, agridulce. Escondido en un frasco de vidrio grueso que pesa más
que lo contenido.
Pues sí, cada vez
que compro, como y me siento a saborear esa crema lechosa, blanca, espesa se
convierte en nítidos recuerdos que esconden sentimientos inolvidables.
Tenía 8 años y
desde hacía unos meses me encontraba enferma, con una infección pulmonar, por
la cual perdí el año escolar. Rodeada de
cariños y mimos, mi dormitorio se había convertido en una casa de muñecas:
Shirley Temple y otras muñecas caminaban a mí alrededor por una cuerda que yo
misma les movía, a ratos, para hacer de ellas mis compañeras del encierro.
Estoy hablando de
1939, año en que se declara la segunda guerra mundial. Aunque Argentina se
mantuvo al margen al declararse neutral, sin embargo, sufrió la escasez de
muchos artículos de primera necesidad.
Papá era, en esos
días, apoderado de la Cámara de Exportadores Argentina. Cargo que lo tenía viajando casi todo el año,
aunque de cada viaje me traía regalos, muñecos, casitas como las de Finisterre,
libros de cuentos y muchas otras cosas, nada sustituía los cariños y los mimos
que nos prodigaba.
En esos días se había instalado en la esquina de la casa
un kiosco que además de revistas, periódicos, libros, vendía golosinas, útiles
para el colegio, refrescos y yogures.
El kiosco era
atendido por un matrimonio y su hijo de 14 años. Los padres vendían al público
y el hijo ayudaba al papa después de clases, era el encargado de llevar a cada
departamento periódicos, revistas y las mercancías que le encargaban.
Alfred, el hijo
de los dueños, subía a casa todos los días los periódicos y yogures, que yo
debía comer cuatro veces al día. Me decían que me ayudaba a contrarrestar los
efectos de las medicinas.
A través de una
puerta de vidrio, que habían instalado en la entrada de mi dormitorio para
aislarme, Alfred me mostraba, junto con el yogur, la historieta que me dejaba
para leer y yo le pasaba los minicuentos que escribía, que él coleccionaba para
publicarlos un día.
Creo que así
transcurrieron 8 o 9 meses, durante los cuales fui mejorando lentamente hasta
que me dieron de alta, con la condición de que pasáramos 4 meses en Atlántida,
ciudad de la costa uruguaya, que tenía fama de ser beneficiosa por su clima,
para la recuperación de convalecientes pulmonares.
En esos meses
dejé de ver a Alfred, de tomar sus yogures y leer las historietas. A mi regreso
la familia se había mudado y Alfred se fue a estudiar a Montevideo. Y el
proyecto de Juli y Alfred de publicar los minicuentos quedo en ¡veremos!
Estudie, viaje,
estuve tres años de novia, no me casé. Y hoy parecece que la vida fue generosa
conmigo porque Alfred y yo nos esperamos mutuamente.
Hace tiempo ya,
caminando por una calle del Barrio Norte de Buenos Aires, entre en una librería
que me llamo la atención por su estilo acogedor, puertas abiertas, sillones
para sentarse y hojear los libros, buena iluminación y un señor trepado a una
escalera acomodando libros en un estante muy alto.
Entre, revise los
estantes, tome un libro y el librero, desde arriba, me dijo: “siéntese y lea
con calma. Si le gusta se lo lleva, de lo contrario lo vuelve a colocar donde
estaba”. Así lo hice y cuando me di cuenta tenía tres libros para llevar.
El señor bajo
unos libros y se acercó a la caja, yo lo miré, algo en él me decía que lo
conocía. ¡Juli!, me dijo, soy Alfred, el chico del yogur. Nos miramos, sin
decir palabras, y creo que no nos alcanzaron los brazos para abrazarnos.
Me senté mientras
Alfred abría una heladera ubicada al fondo de la librería y me traía un yogur,
nos reímos los dos emocionados por el recuerdo y me dijo: “el yogur eres tu
juli y nunca falta en mi casa”. Los doce
años que habían pasado desde nuestro último encuentro, se diluyeron entre risas
y recuerdos. Quedamos en encontrarnos para almorzar en su casa.
Al mediodía
siguiente fui a su domicilio y me recibió su mamá, entre abrazos y besos me dijo:
“Tú eres la chica del yogur”
A partir de ese
día, nos seguimos viendo, yendo al cine, a comer y a pasear por Palermo
comentando el último libro que estábamos leyendo.
Una noche,
quedamos en vernos en un restaurante y me recibió con un yogur y una rosa, me propuso matrimonio, ¡me emociono una pedida de mano tan
graciosa!
Hoy estamos
casados, tenemos dos hijos, tres nietos, una librería, el kiosco, he publicado
mis cuentos, ¡Alfred de vez en cuando aparece con un yogur y una historieta en
la mano!
Las vicisitudes
de la vida, que parecen un obstáculo, a veces se convierten el hada madrina que
alimenta el amor.
En cada palabra sentia tu presencia, te veia en esa historia como si fueras vos la progagonista. Me encanto. Tan real y sincero. Un sueño realidad.
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